“Al crecer la maldad, se
enfriará el amor en la mayoría”
(Mt. 24,
12)
Cister –
Alconada 2018
REGLA DE SAN BENITO
CAPÍTULO XLIX
LA OBSERVANCIA DE LA
CUARESMA
1 Aunque la vida del monje debería tener en todo tiempo una observancia
cuaresmal, 2 sin embargo, como son pocos los que tienen semejante fortaleza,
los exhortamos a que en estos días de Cuaresma guarden su vida con suma pureza,
3 y a que borren también en estos días santos todas las negligencias de otros
tiempos. 4 Lo cual haremos convenientemente, si nos apartamos de todo vicio y
nos entregamos a la oración con lágrimas, a la lectura, a la compunción del
corazón y a la abstinencia.
5 Por eso,
añadamos en estos días algo a la tarea habitual de nuestro servicio, como
oraciones particulares o abstinencia de comida y bebida, 6 de modo que cada
uno, con gozo del Espíritu Santo, ofrezca voluntariamente a Dios algo sobre la
medida establecida, 7 esto es, que prive a su cuerpo de algo de alimento, de
bebida, de sueño, de conversación y de bromas, y espere la Pascua con la
alegría del deseo espiritual.
8 Lo que cada
uno ofrece propóngaselo a su abad, y hágalo con su oración y consentimiento, 9
porque lo que se hace sin permiso del padre espiritual, hay que considerarlo
más como presunción y vanagloria que como algo meritorio. 10 Así, pues, todas las cosas hay
que hacerlas con la aprobación del abad.
Del papa Francisco para la Cuaresma 2018
«Al crecer la maldad, se enfriará el amor en la mayoría» (Mt 24,12)
Queridos hermanos y hermanas:
Una vez más nos sale al encuentro la Pascua del Señor. Para prepararnos a
recibirla, la Providencia de Dios nos ofrece cada año la Cuaresma, «signo
sacramental de nuestra conversión»[1], que anuncia y realiza la
posibilidad de volver al Señor con todo el corazón y con toda la vida.
Como todos los años, con este mensaje deseo ayudar a toda la Iglesia a
vivir con gozo y con verdad este tiempo de gracia; y lo hago inspirándome en
una expresión de Jesús en el Evangelio de Mateo: «Al crecer la maldad, se
enfriará el amor en la mayoría» (24,12).
Esta frase se encuentra en el discurso que habla del fin de los tiempos y
que está ambientado en Jerusalén, en el Monte de los Olivos, precisamente allí
donde tendrá comienzo la pasión del Señor. Jesús, respondiendo a una pregunta
de sus discípulos, anuncia una gran tribulación y describe la situación en la
que podría encontrarse la comunidad de los fieles: frente a acontecimientos
dolorosos, algunos falsos profetas engañarán a mucha gente hasta amenazar con
apagar la caridad en los corazones, que es el centro de todo el Evangelio.
Los falsos profetas
Escuchemos este pasaje y preguntémonos: ¿qué formas asumen los falsos
profetas?
Son como «encantadores de serpientes», o sea, se aprovechan de las
emociones humanas para esclavizar a las personas y llevarlas adonde ellos
quieren. Cuántos hijos de Dios se dejan fascinar por las lisonjas de un placer
momentáneo, al que se le confunde con la felicidad. Cuántos hombres y mujeres
viven como encantados por la ilusión del dinero, que los hace en realidad
esclavos del lucro o de intereses mezquinos. Cuántos viven pensando que se
bastan a sí mismos y caen presa de la soledad.
Otros falsos profetas son esos «charlatanes» que ofrecen soluciones
sencillas e inmediatas para los sufrimientos, remedios que sin embargo resultan
ser completamente inútiles: cuántos son los jóvenes a los que se les ofrece el
falso remedio de la droga, de unas relaciones de «usar y tirar», de ganancias
fáciles pero deshonestas. Cuántos se dejan cautivar por una vida completamente
virtual, en que las relaciones parecen más sencillas y rápidas pero que después
resultan dramáticamente sin sentido. Estos estafadores no sólo ofrecen cosas
sin valor sino que quitan lo más valioso, como la dignidad, la libertad y la
capacidad de amar. Es el engaño de la vanidad, que nos lleva a pavonearnos…
haciéndonos caer en el ridículo; y el ridículo no tiene vuelta atrás. No es una
sorpresa: desde siempre el demonio, que es «mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8,44),
presenta el mal como bien y lo falso como verdadero, para confundir el corazón
del hombre. Cada uno de nosotros, por tanto, está llamado a discernir y a
examinar en su corazón si se siente amenazado por las mentiras de estos falsos
profetas. Tenemos que aprender a no quedarnos en un nivel inmediato,
superficial, sino a reconocer qué cosas son las que dejan en nuestro interior
una huella buena y más duradera, porque vienen de Dios y ciertamente sirven
para nuestro bien.
Un corazón frío
Dante Alighieri, en su descripción del infierno, se imagina al diablo
sentado en un trono de hielo[2]; su morada es el hielo del amor
extinguido. Preguntémonos entonces: ¿cómo se enfría en nosotros la caridad?
¿Cuáles son las señales que nos indican que el amor corre el riesgo de apagarse
en nosotros?
Lo que apaga la caridad es ante todo la avidez por el dinero, «raíz de
todos los males» (1 Tm 6,10); a esta le sigue el rechazo de Dios y,
por tanto, el no querer buscar consuelo en él, prefiriendo quedarnos con
nuestra desolación antes que sentirnos confortados por su Palabra y sus
Sacramentos[3]. Todo esto se transforma en violencia que se dirige contra
aquellos que consideramos una amenaza para nuestras «certezas»: el niño por
nacer, el anciano enfermo, el huésped de paso, el extranjero, así como el
prójimo que no corresponde a nuestras expectativas.
También la creación es un testigo silencioso de este enfriamiento de la
caridad: la tierra está envenenada a causa de los desechos arrojados por
negligencia e interés; los mares, también contaminados, tienen que recubrir por
desgracia los restos de tantos náufragos de las migraciones forzadas; los
cielos —que en el designio de Dios cantan su gloria— se ven surcados por
máquinas que hacen llover instrumentos de muerte.
El amor se enfría también en nuestras comunidades: en la Exhortación
apostólica Evangelii gaudium traté
de describir las señales más evidentes de esta falta de amor. estas son: la
acedia egoísta, el pesimismo estéril, la tentación de aislarse y de entablar
continuas guerras fratricidas, la mentalidad mundana que induce a ocuparse sólo
de lo aparente, disminuyendo de este modo el entusiasmo misionero[4].
¿Qué podemos hacer?
Si vemos dentro de nosotros y a nuestro alrededor los signos que antes he
descrito, la Iglesia, nuestra madre y maestra, además de la medicina a veces
amarga de la verdad, nos ofrece en este tiempo de Cuaresma el dulce remedio de
la oración, la limosna y el ayuno.
El hecho de dedicar más tiempo a la oración hace que
nuestro corazón descubra las mentiras secretas con las cuales nos engañamos a
nosotros mismos[5], para buscar finalmente el consuelo en Dios. Él es
nuestro Padre y desea para nosotros la vida.
El ejercicio de la limosna nos libera de la avidez y nos
ayuda a descubrir que el otro es mi hermano: nunca lo que tengo es sólo mío.
Cuánto desearía que la limosna se convirtiera para todos en un auténtico estilo
de vida. Al igual que, como cristianos, me gustaría que siguiésemos el ejemplo
de los Apóstoles y viésemos en la posibilidad de compartir nuestros bienes con
los demás un testimonio concreto de la comunión que vivimos en la Iglesia. A
este propósito hago mía la exhortación de san Pablo, cuando invitaba a los
corintios a participar en la colecta para la comunidad de Jerusalén: «Os
conviene» (2 Co 8,10). Esto vale especialmente en Cuaresma, un
tiempo en el que muchos organismos realizan colectas en favor de iglesias y
poblaciones que pasan por dificultades. Y cuánto querría que también en
nuestras relaciones cotidianas, ante cada hermano que nos pide ayuda,
pensáramos que se trata de una llamada de la divina Providencia: cada limosna
es una ocasión para participar en la Providencia de Dios hacia sus hijos; y si
él hoy se sirve de mí para ayudar a un hermano, ¿no va a proveer también mañana
a mis necesidades, él, que no se deja ganar por nadie en generosidad?[6]
El ayuno, por último, debilita nuestra violencia, nos desarma,
y constituye una importante ocasión para crecer. Por una parte, nos permite
experimentar lo que sienten aquellos que carecen de lo indispensable y conocen
el aguijón del hambre; por otra, expresa la condición de nuestro espíritu,
hambriento de bondad y sediento de la vida de Dios. El ayuno nos despierta, nos
hace estar más atentos a Dios y al prójimo, inflama nuestra voluntad de
obedecer a Dios, que es el único que sacia nuestra hambre.
Querría que mi voz traspasara las fronteras de la Iglesia Católica, para
que llegara a todos ustedes, hombres y mujeres de buena voluntad, dispuestos a
escuchar a Dios. Si se sienten afligidos como nosotros, porque en el mundo se
extiende la iniquidad, si les preocupa la frialdad que paraliza el corazón y
las obras, si ven que se debilita el sentido de una misma humanidad, únanse a
nosotros para invocar juntos a Dios, para ayunar juntos y entregar juntos lo
que podamos como ayuda para nuestros hermanos.
El fuego de la Pascua
Invito especialmente a los miembros de la Iglesia a emprender con celo el
camino de la Cuaresma, sostenidos por la limosna, el ayuno y la oración. Si en
muchos corazones a veces da la impresión de que la caridad se ha apagado, en el
corazón de Dios no se apaga. Él siempre nos da una nueva oportunidad para que
podamos empezar a amar de nuevo.
Una ocasión propicia será la iniciativa «24 horas para el Señor», que este
año nos invita nuevamente a celebrar el Sacramento de la Reconciliación en un
contexto de adoración eucarística. En el 2018 tendrá lugar el viernes 9 y el
sábado 10 de marzo, inspirándose en las palabras del Salmo 130,4: «De ti
procede el perdón». En cada diócesis, al menos una iglesia permanecerá abierta
durante 24 horas seguidas, para permitir la oración de adoración y la confesión
sacramental.
En la noche de Pascua reviviremos el sugestivo rito de encender el cirio
pascual: la luz que proviene del «fuego nuevo» poco a poco disipará la
oscuridad e iluminará la asamblea litúrgica. «Que la luz de Cristo, resucitado
y glorioso, disipe las tinieblas de nuestro corazón y de nuestro espíritu»[7],
para que todos podamos vivir la misma experiencia de los discípulos de Emaús:
después de escuchar la Palabra del Señor y de alimentarnos con el Pan
eucarístico nuestro corazón volverá a arder de fe, esperanza y caridad.
Los bendigo de todo corazón y rezo por ustedes. No se olviden de rezar por
mí.
Francisco
[1] Misal
Romano, I Dom. de Cuaresma, Oración Colecta.
[2] «Salía el
soberano del reino del dolor fuera de la helada superficie, desde la mitad del
pecho» (Infierno XXXIV, 28-29).
[3] «Es curioso, pero muchas veces tenemos miedo a la consolación, de
ser consolados. Es más, nos sentimos más seguros en la tristeza y en la
desolación. ¿Sabéis por qué? Porque en la tristeza nos sentimos casi
protagonistas. En cambio en la consolación es el Espíritu Santo el
protagonista» (Ángelus, 7 diciembre
2014).
[7] Misal
Romano, Vigilia Pascual, Lucernario.